SU SUEÑO

Ha sido un día largo. De los que parecen lunes lluviosos. Ha sido un no-lunes de más gritos que abrazos, de más guerras de las necesarias. Ha sido una jornada de reflexión desagradable, en la que la conclusión es un enorme sentimiento de culpa e incapacidad.

Pero está llegando a su fin. Sin saber cómo, hemos sobrevivido. Estamos en la cama; un cuerpo desparramado, en un lado, y yo, en la otra esquinita, contemplándolo. Le ha costado dormirse más de lo normal, aunque ahora su sueño ya empieza a ser profundo.

Sigo mirando, encogida y embobada, cómo su pecho sube y baja rítmicamente. Pienso en lo inconsciente que es de su existencia. En que, muchas veces, no puedo perdonarle que no sepa que la vida adulta va más allá de la constante atención a sus estados cambiantes. Siento que no valora el esfuerzo que supone una dedicación completa a su bienestar. No me reconozco en lo que se supone que debería ser: responsable, ordenada, metódica. Me encuentro en un caos provocado por y para ese cuerpo tendido a mi lado.

Hasta que, de repente, escucho esa respiración, más alta de lo que cabría esperar, también rítmica. Al son de su pecho, mis ojos suben y bajan proporcionándome el placer más absoluto que he experimentado jamás. Ese yin yang con patas me echa de mi cama, pero yo solo puedo sentir auténtica paz. Ahora da igual todo lo malo que hayamos hecho a lo largo del día. Incluso da igual todo lo malo que hayan hecho los demás. Más aún, me olvido de los males del mundo y me dejo llevar por ese pequeño torso.

Me acerco, le acarició la mano, le robo un beso de su mejilla caliente y le huelo el pelo.

He probado con alcohol y con todas las medicaciones posibles; nada es comparable a este chute de relajación. No me hacen falta el yoga o la meditación. Este es mi momento de tranquilidad, de conectar con quien soy en realidad, sin dejarme llevar por la presión de las rutinas asesinas.

Solo veo su cuerpo, solo huelo su cabello, solo escucho su respiración, solo toco su mano.

Pensar en sus sueños mientras observo todas sus muecas inconscientes es mi mindfulness particular. Es ese recuerdo de su gesto tranquilo el que me dará fuerzas para sobrellevar todas las guerras de mañana. El del olor de su pelo lo que me hará desconectar cuando la rabia me inunde. El de su tacto suave lo que me devolverá la sonrisa en los momentos tristes.

Es mi cura y mi descanso. Verle dormir es mi momento de paz. Quizás el único al cabo del día, pero el que se repite, en semanas alternas, alrededor de las nueve y media de la noche.

Es mi cura y mi descanso hoy. Los de mañana tendré que lograrlos sin su ayuda.

Hasta dentro de una semana, mi vida.

EL PUEBLO

Alfalfa, trigo, alfalfa, trigo, alfalfa, alfalfa, barbecho, trigo. Gira la cabeza; trigo, trigo, alfalfa, barbecho, alfalfa, alfalfa, alfalfa, ¡girasoles!

-Amatxu, ¡por fin he visto he visto gisaroles! ¿Entonces paramos ya para coger uno y comer las pipas? Bueno, después de meterlas en la cazuela.

-Con ponerlas en una sartén es suficiente, cariño. Ahora no podemos parar, primero tenemos que llegar al pueblo. Pero te prometo que vamos a ir con la bici a coger uno o dos. ¡Sin que se entere nadie, eh!

Subo un grado el aire acondicionado. Parece que, cuanto más nos acercamos, más afloja el calor. Ahora soy yo quien gira la cabeza, con cuidado, de lado a lado: alfalfa, trigo y, para mi sorpresa, efectivamente cada vez más girasoles. Ya estamos con las subvenciones, supongo.

-Amatxu, ¿qué más vamos a hacer? ¿Coger otros girasoles?

-Pues… supongo que podríamos pescar renacuajos, incluso cangrejos –respondo algo escéptica-. Hacer barbacoas, jugar al fútbol, bailar en las fiestas… No sé, mi vida, lo que queramos. 

-Qué guay, mami. ¡Y qué emocionante! Entonces, ¿de verdad que vamos a estar todos juntos en la misma casa?

-Sí, cariño, así que te tienes que portar muy bien, ¿vale? Por favor.

-Vale… un poquito bien, te lo prometo. Te quiero mucho, amatxu, eres la mejora.

Mientras me derrito de amor conduciendo los últimos kilómetros, viendo su carita sonriente y curiosa por el retrovisor, repaso la conversación que acabamos de tener. Podemos hacer lo que queramos. ¿Desde cuándo puedo hacer yo eso en el pueblo? Es innegable que en ningún lugar como allí (ya aquí) hemos tenido tanta libertad desde tan niños, pero <<lo que queramos>> nunca había sido una opción válida.

Supongo que la emancipación conlleva estas cosas, pero entre las (pre)ocupaciones, los placeres y los sempiternos mensajes de cautela, no había sido consciente, hasta ese momento, de mi plena libertad.

Ahora tengo otro tipo de ataduras, que ven gisaroles y derriten el alma. Pero incluso así… ¿qué voy hacer? Perdí la cuenta de los enfados y broncas que sufrí hace un par de décadas por todo lo que no me dejaban hacer. Qué frustración, qué rabia… ¡qué adolescencia! Y a pesar de las prohibiciones, aquí aprendí, crecí y experimenté como casi en ningún otro lugar del planeta.

Y es en ese preciso momento cuando me doy cuenta de que eso es justo lo que quiero hacer. Se lo acabo de decir, ¿por qué no me lo he creído la primera vez? Quiero ver cómo ella aprende, crece y experimenta en este lugar, mientras yo la ayudo y observo, como otros hicieron conmigo en el pasado. Esa es mi libertad ahora; ya no invierto mi tiempo en rabietas, peticiones imposibles, descubrimientos a escondidas y miles de kilómetros en bicicleta. Ahora aprenderé a enfrentarme a todo ello, a disfrutarlo también desde la barrera. Creceré tratando de manejar esas situaciones. Y experimentaré mi maternidad de una manera diferente, una suerte de reto ensayo-error.

Así que seguiré mirando los girasoles, tratando de pescar, explorando a dos ruedas… Seguiré haciendo lo que siempre hacía, lo que en el fondo siempre he querido: disfrutar de este paraíso sin cobertura. Ahora no solo a través de mis ojos, sino también con las gafas de una niñez valiente, curiosa y llena de energía.

-Amatxu, ¡me acuerdo! ¡Esta es nuestra casa! ¿Hemos llegado ya?

-¡Sí, ya estamos aquí! -contesto con la mente aún en mi limbo.

– No hace falta que te pongas las zapatillas, ahí está aitite. Te va a coger de un achuchón, así que tranquila.

-Ay, mami, ¡no me lo puedo creer! Aparca ya, por favooooor…

Hemos llegado. Al PUEBLO. Respiro profundo al salir del coche y estirarme, con una inhalación que me recuerda el porqué de mis dos últimos tatuajes. Un verano más entre girasoles. Y que no sea el último, por favooooor…

ELLA

Se marchó para encontrarse, sin saber lo que esperar.

Respiró y paseó, mientras repasaba todo lo que había ocurrido. Se sumergió y floto en unas aguas transparentes, mientras imaginaba todo lo que podría ocurrir después.

Comió y amó, porque lo de rezar no va con ella. Tal vez menos que otras veces, pero lo suficiente para llevarse el buen recuerdo de siempre.

No bebió ni abusó de todo lo destructivo que tanto bien parece hacer. De ese descanso y esa tranquilidad ciegamente rápidos y sencillos.

No durmió. Pasó las noches ideando planes, hilando historias, deshaciendo nudos, contemplando cómo el mayor de sus regalos respiraba lentamente a su lado. 

Lloró y sufrió, sin querer y a propósito. Para eso había cruzado tantos kilómetros. Acompañada en muchas ocasiones, al fin sola en otras tantas.

Escuchó de nuevo ese mar que lo cura casi todo. Dejó que el olor a salitre la impregnara y llegase hasta el último de sus órganos.

Habló, rió, oyó. Se dejó acompañar y buscó compañía, sin renunciar a su ansiada soledad. Discutió y encontró consuelo, se decepcionó y tuvo que pedir perdón. Descubrió que se había equivocado más veces de las que recordaba, si bien también fue capaz de reconocer con total claridad lo más tóxico y dañino de su entorno.

Se hizo un poco más adulta. Creció y maduró. Se hundió, pero volvió a levantarse. Convivió y compartió. Aceptó muchas cosas y fue capaz de decir que no a otras.

APRENDIÓ. 

Y con todo lo aprendido, volverá a casa siendo la misma. No encontró una versión diferente de sí misma, solo alguien con ideas más claras, con más experiencias y recursos. Con un lavado de cara en forma de bonito bronceado.

Volverá a casa sabiendo que, con ese retorno, volverán también el dolor de la separación y los recuerdos felices. Volverán los problemas y el preludio del fin. Volverán las preguntas, propias y ajenas.

Aún con todo, ella ha aprendido. Sabe que también volverán las risas y el cariño. Las charlas distendidas y el apoyo incondicional. Las noches caseras y también aquellas en las que parece que la ciudad se queda pequeña. Volverán ellos. Y ELLA también volverá, con su cara lavada y su bronceado, preparada para mostrar todo lo aprendido y ponerlo en práctica. Junto a los suyos, en lo bueno y en lo mano. En todo lo que esté por llegar.

LA PLAYA

No sé si será por este calor o por las ganas que tengo de escapar de aquí pero, según se me han cerrado los ojos, he podido soñar con ese mar.

Sobre las cinco de la tarde, el sol empieza a bajar y ya no baña toda la pequeña playa de piedra, a unos cuantos escalones bajo nuestra casa. Yo ya estoy en bikini y preparada para meterme en el agua. Tú te haces el remolón y, aunque también sin camiseta, optas por buscar los mejores ángulos para capturar tanta belleza y encontrar algún rincón especial.

Entro en el agua, mi medio… Es perfecta: cristalina, templada y llena de vida. Nado y nado, y me zambullo de vez en cuando. Pero es difícil ver nada sin unas míseras gafas. Cuado salgo del agua, haciendo equilibrios entre las piedras y con una cara de frustración evidente, me cruzo con unos ojos que se dirigen directamente a mí, acompañados de un dulce saludo en inglés.

Qué sonrisa… Es una chica jóven, con unas gafas de buceo en la mano. Creo que me las está ofreciendo, pero no puedo entenderla bien porque aún tengo agua en los oídos. Cuando consigo recomponerme un poco, le pido disculpas y me presento. Tras cuatro preguntas de cortesía y de situación mutua, me ofrece las gafas y me dice que disfrute. No puedo estarle más agradecida. Le señalo dónde estás y le doy las gracias mil veces. En menos de veinte minutos estaré fuera para devolverle las lentes; prometido.

Como la sirena que nunca seré, disfruto de un impresionante submundo que dejaría sin palabras a cualquiera. Vuelvo a salir del agua con las manos arrugadas y busco a mi chica. La veo a lo lejos, donde la playa empieza a convertirse en mera costa, hablando animadamente contigo. Según llego, siento algo muy especial. Como si os conocieseis, nos conociéramos, de toda la vida. Le entrego las gafas y le doy las gracias una vez más. Le digo lo increíble que ha sido y que no voy a olvidar ese favor jamás. Ella se ruboriza y contesta que no es para tanto y que se alegra muchísimo.

Le hablamos algo más de nosotros, de dónde estamos alojados y de cómo hemos terminado allí. Ella nos resume su historia también: viaja sola, aunque no es su primera vez allí. Su abuelo nació en esa zona y, cada 4 o 5 años, va a <<conectar con sus raíces y disfrutar de ese exotismo>>. Mientras habla, yo solo puedo pensar en lo exótica que es ella; incapaz de adivinar sus orígenes, sólo logro confirmar que es estadounidense por su marcado acento del medio oeste.

Pensábamos pasar una velada romántica más en ese paraíso, pero es tan encantadora que decidimos proponerle una cena juntos, en cualquier sitio interesante que ella seguro que conoce. Acepta al momento y con agrado; intercambiamos móviles y nos despedimos con un sutil mariposeo en los tres estómagos.

Desde la ducha, te pregunto qué te ha parecido. Tú contestas positiva pero escuetamente, mientras que yo suelto una parrafada sobre lo increíblemente guapa, interesante y simpática que es, sobre las ganas que tengo de compartir esa cena con ella y averiguar más sobre su vida. 

Una vez listos, bajamos una infinidad de escaleras hasta llegar al recogido casco viejo, bullicioso y lleno de vida a esas horas. Y allí está ella esperando. Preciosa, con un sencillo vestido de verano y unas sandalias planas. Yo me miro de arriba abajo y me siento algo avergonzada. Tú lo notas enseguida, como siempre. Me agarras la mano con fuerza y me susurras lo bella que soy. Con esa inyección de seguridad, nos acercamos y nos saludamos. Ella nos señala un pequeño restaurante a pocos metros y nos dirigimos hacia allí. 

Dejamos que ella pida por nosotros, está claro que conoce el lugar. Todo lo que probamos es delicioso, más aún acompañado de ese vino que nos lleva embriagando desde que lo descubrimos. Por fin nos cuenta su historia: es de Wisconsin, tiene 33 años y aún está decidiendo qué hacer con su vida. No obstante, sabe que vive sin problemas, independizada en una buena casa, rodeada de una familia y amistades leales y con un puesto de trabajo por el que muchos mataríamos. 

Con los platos principales ya prácticamente deborados sobre la mesa, le hablamos de nosotros. Ella se interesa especialmente por mí; asegura que puede ver algo en mi mirada que denota culpa o tristeza. 

Una vez más, me agarras la mano con fuerza por debajo de la mesa y me miras fijamente, dándome el empujón que necesito para soltarle toda mi oscuridad a aquella desconocida. Tras hablarle de mi viaje personal, se le cae alguna lágrima, se levanta y se acerca a mi sitio. Para mi sorpresa, reposa su cabeza sobre mis rodillas y rompe a llorar. Intento consolarla acariciándole un pelo precioso; natural pero cuidado, que huele a mar y a coco. 

Unos incómodos minutos después, no más de tres o cuatro, se levanta secándose las lágrimas y nos pide disculpas. Sale un momento a fumar y decido seguirla, rogándote una condescendencia ya preconcedida con la mirada.  

Le pido un cigarrillo, aunque hace meses que no fumo. Pero este es uno de esos pitillos que aspiras por solidaridad, de esos que sirven para acercarte al otro pecador y también para reconectarte contigo misma. De repente, y casi sin haber cruzado palabra tras más de 10 caladas, me dice que a ella también la violaron. Que tardó mucho en superarlo, que no sabe si aún lo ha hecho. Y que, desde entonces, empezó a tener relaciones con mujeres que le han causado muchos quebraderos de cabeza a lo largo de estos años. Me ve la cara de sorpresa y enseguida me calma asegurándome que ahora está bien; escuchar mi historia le ha removido, pero ella ya ha aceptado su bisexualidad y conseguido perdonarse. A él, dice orgullosa, nunca.

Le doy el abrazo más sincero y espontáneo que he dado nunca, y volvemos a entrar hablando de la paciencia que has de tener con alguien como yo.

Como si estuviese leyéndome la mente, se disculpa para ir al baño y darme el tiempo justo para contarte por encima lo ocurrido hace fuera. Tú, alucinado y triste al mismo tiempo, te llevas las manos a la cabeza y vuelves a agarrarme fuerte, preguntando si estoy bien o si prefiero irme a casa. Te dejo más tranquilo con una mirada penetrante y una respuesta sincera. 

Ella vuelve, terminamos los postres y le invitamos a subir hasta nuestra casa. Es un chalecito precioso, de piedra, en lo alto de la ciudad, con un pequeño jardín que desprende frescura una vez baja el sol y que tiene las mejores vistas de la bahía. 

Cuando llegamos a la verja, empiezo a preguntarme por qué la hemos llevado hasta allí. No tenemos nada para ofrecerle y la conversación parecía haber tocado techo con los últimos bocados. Supongo que, entre la comodidad y la cortesía, era la salida más fácil, pero ahora empiezo a estar nerviosa. 

Tras entrar, ella enseguida se dirige a una de las hamacas del jardincito. Nos felicita por nuestra buena elección mientras abre su bolso. Para nuestra sorpresa, había pedido al dueño del restaurante una botella extra de vino para compartirla con nosotros, al ofrecerle alargar la velada. Voy a la cocina a por unas copas, mientras tú le agradeces el gesto, todavía algo extrañado y suspicaz. 

Al volver, ella las llena con soltura y me ofrece otro de sus cigarrillos. Lo acepto mirándote de reojo; ella se ofrece a encendérmelo a una distancia que, sin las copas de vino previas, me habría incomodado. Doy la primera calada, con fuerza, para asegurarme de que está bien prendido. En cuanto termino de exhalar todo el humo, noto sus dedos en mi mejilla. Dos segundos después, me da un beso tierno y un abrazo.

Te mira, a modo de permiso, pero sin esperar una respuesta. Yo estoy abrumada, achispada y algo ida, así que me dejo hacer. Al abrazo le siguen más caricias y más besos, mientras terminamos de fumar. Los besos, como el ambiente, son cada vez más intensos y húmedos.

HARD SOMETIMES

I’m gonna miss you tonight. As I did those endless nights. As I’ll do all those crumby nights yet to come. Sometimes it is so hard…

I have learnt to live the moment and not think about either the past or the future, as we cannot either change times or foresee them. But sometimes it is so hard…

I am happy with whatever it is that we have. It is what we both wanted; not idyllic but together. But sometimes it is so hard…

I feel great when you are around, I feel so different. I am funny, I am positive, I am actively surviving. And I think so are you. However, sometimes it is so hard…

I do not want to determine my tomorrows by you, but I can’t either stop thinking of our being here or there, sharing this or that, tasting salty or sweet together. So yes, sometimes it is so hard….

I am pretty sure both my problems and yours are only able to solve as one. As it was the only way to fixed us. But sometimes it is so hard…

I cannot dodge the doubts or hesitations. Neither the inexperience nor the occasional divergence. Thus, sometimes it is so hard…

Hard are as well not only ourselves but also our feelings. Hard is as well not only our commitment but our dearness. Then, why not keep on living it all, my dear?

Still, it’s gonna be so hard tonight…

So hard…

ESTRELLA POLAR

Relato de un suicidio.

Aunque parezca desagradable, por favor, sigue leyendo.

-Ve vistiéndola —oigo de fondo. — Tienes ahí la ropa.

Dejo de notar su peso. Cojo el móvil y miro la hora. 19:34. Mierda.

Hago lo que me piden, mientras empiezo a sentir que vuelve esa sensación. No respiro, no puedo, me ahogo. Ese aire viciado y denso, que baja por mi pecho clavando miles de alfileres y entra en mis ojos inundándolos de sal.

Aguanta, que no te vean, por favor. Es mi mantra, eterno, infinito, en bucle y sin fin. Pero no puedo. Las lágrimas brotan, los flujos se van cayendo, la voz empieza a temblar mientras trato de colocar el segundo calcetín.

Todos se mueven con prisa, menos yo, que estoy paralizada. La puerta se abre y oigo el cable del ascensor. Por fin me responden las piernas y alcanzo la frontera a tiempo. Ella me abraza, me dice que me quiere y que se va al Carnaval. Que mañana cuando empiece la fiesta, me espera. Él no se gira para mirarme; la hace entrar y el silencio comienza su reinado.

Cierro la puerta, echo el cerrojo y los borbotones no logran aguantar más. Litros de lágrimas en la puerta de mi casa, cientos de sollozos que nadie escuchará. Estoy sola. Sola otra vez. Sola para siempre, sin remedio. Nadie puede vivir solo; ¿por qué esperan que yo sí?

No me molesto en levantarme hasta que la taquicardia se hace insoportable. Abro la botella, alcanzo la copa. Ese primer trago, puro placebo, sienta tan bien. Intento distraerme sin soltar el vidrio de mi mano; recojo un poco, trato decocinar. Pero la casa sigue vacía; yo, sola, y mi cabeza pensando en todo a la vez.

Y el todo es infinito. ¿Por qué se han ido así? ¿Por qué se han ido? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Soy yo o son ellos? ¿Por qué el mundo entero está en mi contra? Vuelven las taquicardias y, con ellas, la angustia y el dolor. Relleno la copa y le sumo una de las rosas y azules; con eso se me pasará. Sigo recogiendo, cocinando, pongo la televisión e intento escuchar. Mientras tanto, las lágrimas no dejan de salir. La angustia aun no cesa y el aire, ese aire… Cada vez es más plomizo, no me deja respirar.

Una nueva copa es el maridaje perfecto para una de las azules; seguro que así me siento mejor. ¿Por qué estoy cocinando? No tengo hambre, ni la voy a tener. ¿Para qué recoger? Nadie sube hasta aquí, nadie vendrá.

Me tumbo en la cama, cojo el móvil. 41 likes¿Qué tal ha cenado? ¿Cómo está? Más de veinte minutos para contestar tan solo dos preguntas. ¿Me estás castigando? ¿Ya no tengo derecho ni a una pequeña interacción? ¿Ni a saber cómo está?

Supongo que no, que me lo he ganado a pulso. Los gritos, los reproches, el drama. Los llantos, las sobredosis, el dolor. Castígame, me lo merezco. Pero, ¿con ella? Con ella no, por favor. Veinticinco minutos y dos ticks azules, no hay mayor tortura. ¿No lo ves? Ojalá alguien te abra los ojos, es una pena que vivas así. Pero mientras ambos vivamos, no habrá más apertura para ti.

¿Qué copa es esta? Da igual, este vino es delicioso. Qué pena no poder compartirlo. Voy a tomarme otra de cada, porque estos alfileres en el pecho me están matando. Matando con dolor. Y a mí no me gusta sufrir; ¿a quién sí? Oigo la tele de fondo, pero no escucho. Me llegan mensajes de ánimo, de preocupación. De personas que creen que me conocen, que creen incluso que me quieren. ¿Dónde estáis? ¿Al otro lado de una pantalla? Yo sigo sola. Bueno, sola no. Aquí estamos mi copa, mis pastillas y yo. Y la televisión de fondo.

Voy a irme a la cama. La cabeza ya me da alguna vuelta mientras el cerebro ha llegado a los bucles; seguro que tumbada estoy más cómoda. Pero la tristeza no se va. Los alfileres no dan tregua. La taquicardia no ha parado. La angustia sigue ahí. No obstante, hay menos lágrimas. Eso es buena señal, ¿no? Si sigo así, terminaré dormida, así que una más de cada, con una copa más, solo para no sufrir.

Me dijiste que te dejara en paz, que no quieres saber nada del teléfono. Pero no puedo evitarlo y te escribo una vez más. Esta vez un email, más largo. Intento expresarme, explicarme, pedir perdón a la vez que atención. Escúchame, léeme, hazme caso. Te quiero, no deseo perderte, vuelve a mí. Cualquiera de vosotros, ¿estáis ahí? Por favor, no me dejéis.

Demasiado tarde, supongo. Demasiado hartos, seguro. Voy a escribir todo esto, por si ella lo quiere leer algún día. Por si a alguien le sirve para sentirse mejor. Un día fui feliz, me sentía plena, válida, útil. Alguna vez me sentí yo.

Pero eso desaparece, se va diluyendo poco a poco. Con este trago ya recuerdo un poco menos; con algo de suerte, si lo aderezo con alguna más de esas azules, puede que consiga extinguir mi memoria. Probemos, pues.

Estoy un poco mareada, pero aún queda algo de vino en la botella. Sería absurdo no apurarla. Me duele todo, las lágrimas salen sin querer y no consigo controlar este maldito pulso, ni esta agonía ni esta angustia. Abro el cajón de mi mesilla. Parece que tengo de todo. Juguemos a los químicos; un poco de todo me dormirá. Eso, justo eso es lo que necesito. Dormir, descansar, olvidar. Dicen que si te pasas quizás no te despiertes. Pero, ¿quiero despertarme? ¿Por qué? ¿Para qué? No, no quiero. No quiero volver a trabajar, no quiero tener que enfrentarme a él de nuevo. No quiero seguir haciendo daño a toda la gente a mi alrededor.

Una, dos, tres. Otro blíster. Diez, quince, veinte. La botella se ha terminado. Tengo ganas de vomitar, pero necesito aguantar. Si no, no habrá sueño ni tranquilidad. Me reclino, cojo el móvil. Ojeo Instagram y YouTube. Leo el email del trabajo; ese al que mañana ojalá no pueda ir. Acabo de encontrar otra caja; no voy a esperar más. Ya no queda vino, pero sí una cerveza en la nevera.

Los dos ticks siguen azules y sin respuesta, mientras me llegan preocupaciones y discusiones de la gente que más quiero. Trágate todo ya, me digo, descansa de una vez. Empiezo a notar la laxitud, la calma, el descanso. Se me caen el móvil y los ojos, todo a la vez. Pienso en ella, mi pequeño fruto de mi supuesto amor. Me sale una sonrisa antes de fundirme a negro. Llegó la paz, la calma. Por fin, todo se acabó.

Espero a encontrar esa luz del final del túnel. O quizás una mano que me aferre a algún otro destino. Dicen que brillaba, que llegaría hasta el cielo. Pero lo que nadie dijo fue que necesitaría una estrella polar, grande y deslumbrante, que me guiase.