No sé si será por este calor o por las ganas que tengo de escapar de aquí pero, según se me han cerrado los ojos, he podido soñar con ese mar.
Sobre las cinco de la tarde, el sol empieza a bajar y ya no baña toda la pequeña playa de piedra, a unos cuantos escalones bajo nuestra casa. Yo ya estoy en bikini y preparada para meterme en el agua. Tú te haces el remolón y, aunque también sin camiseta, optas por buscar los mejores ángulos para capturar tanta belleza y encontrar algún rincón especial.
Entro en el agua, mi medio… Es perfecta: cristalina, templada y llena de vida. Nado y nado, y me zambullo de vez en cuando. Pero es difícil ver nada sin unas míseras gafas. Cuado salgo del agua, haciendo equilibrios entre las piedras y con una cara de frustración evidente, me cruzo con unos ojos que se dirigen directamente a mí, acompañados de un dulce saludo en inglés.
Qué sonrisa… Es una chica jóven, con unas gafas de buceo en la mano. Creo que me las está ofreciendo, pero no puedo entenderla bien porque aún tengo agua en los oídos. Cuando consigo recomponerme un poco, le pido disculpas y me presento. Tras cuatro preguntas de cortesía y de situación mutua, me ofrece las gafas y me dice que disfrute. No puedo estarle más agradecida. Le señalo dónde estás y le doy las gracias mil veces. En menos de veinte minutos estaré fuera para devolverle las lentes; prometido.
Como la sirena que nunca seré, disfruto de un impresionante submundo que dejaría sin palabras a cualquiera. Vuelvo a salir del agua con las manos arrugadas y busco a mi chica. La veo a lo lejos, donde la playa empieza a convertirse en mera costa, hablando animadamente contigo. Según llego, siento algo muy especial. Como si os conocieseis, nos conociéramos, de toda la vida. Le entrego las gafas y le doy las gracias una vez más. Le digo lo increíble que ha sido y que no voy a olvidar ese favor jamás. Ella se ruboriza y contesta que no es para tanto y que se alegra muchísimo.
Le hablamos algo más de nosotros, de dónde estamos alojados y de cómo hemos terminado allí. Ella nos resume su historia también: viaja sola, aunque no es su primera vez allí. Su abuelo nació en esa zona y, cada 4 o 5 años, va a <<conectar con sus raíces y disfrutar de ese exotismo>>. Mientras habla, yo solo puedo pensar en lo exótica que es ella; incapaz de adivinar sus orígenes, sólo logro confirmar que es estadounidense por su marcado acento del medio oeste.
Pensábamos pasar una velada romántica más en ese paraíso, pero es tan encantadora que decidimos proponerle una cena juntos, en cualquier sitio interesante que ella seguro que conoce. Acepta al momento y con agrado; intercambiamos móviles y nos despedimos con un sutil mariposeo en los tres estómagos.
Desde la ducha, te pregunto qué te ha parecido. Tú contestas positiva pero escuetamente, mientras que yo suelto una parrafada sobre lo increíblemente guapa, interesante y simpática que es, sobre las ganas que tengo de compartir esa cena con ella y averiguar más sobre su vida.
Una vez listos, bajamos una infinidad de escaleras hasta llegar al recogido casco viejo, bullicioso y lleno de vida a esas horas. Y allí está ella esperando. Preciosa, con un sencillo vestido de verano y unas sandalias planas. Yo me miro de arriba abajo y me siento algo avergonzada. Tú lo notas enseguida, como siempre. Me agarras la mano con fuerza y me susurras lo bella que soy. Con esa inyección de seguridad, nos acercamos y nos saludamos. Ella nos señala un pequeño restaurante a pocos metros y nos dirigimos hacia allí.
Dejamos que ella pida por nosotros, está claro que conoce el lugar. Todo lo que probamos es delicioso, más aún acompañado de ese vino que nos lleva embriagando desde que lo descubrimos. Por fin nos cuenta su historia: es de Wisconsin, tiene 33 años y aún está decidiendo qué hacer con su vida. No obstante, sabe que vive sin problemas, independizada en una buena casa, rodeada de una familia y amistades leales y con un puesto de trabajo por el que muchos mataríamos.
Con los platos principales ya prácticamente deborados sobre la mesa, le hablamos de nosotros. Ella se interesa especialmente por mí; asegura que puede ver algo en mi mirada que denota culpa o tristeza.
Una vez más, me agarras la mano con fuerza por debajo de la mesa y me miras fijamente, dándome el empujón que necesito para soltarle toda mi oscuridad a aquella desconocida. Tras hablarle de mi viaje personal, se le cae alguna lágrima, se levanta y se acerca a mi sitio. Para mi sorpresa, reposa su cabeza sobre mis rodillas y rompe a llorar. Intento consolarla acariciándole un pelo precioso; natural pero cuidado, que huele a mar y a coco.
Unos incómodos minutos después, no más de tres o cuatro, se levanta secándose las lágrimas y nos pide disculpas. Sale un momento a fumar y decido seguirla, rogándote una condescendencia ya preconcedida con la mirada.
Le pido un cigarrillo, aunque hace meses que no fumo. Pero este es uno de esos pitillos que aspiras por solidaridad, de esos que sirven para acercarte al otro pecador y también para reconectarte contigo misma. De repente, y casi sin haber cruzado palabra tras más de 10 caladas, me dice que a ella también la violaron. Que tardó mucho en superarlo, que no sabe si aún lo ha hecho. Y que, desde entonces, empezó a tener relaciones con mujeres que le han causado muchos quebraderos de cabeza a lo largo de estos años. Me ve la cara de sorpresa y enseguida me calma asegurándome que ahora está bien; escuchar mi historia le ha removido, pero ella ya ha aceptado su bisexualidad y conseguido perdonarse. A él, dice orgullosa, nunca.
Le doy el abrazo más sincero y espontáneo que he dado nunca, y volvemos a entrar hablando de la paciencia que has de tener con alguien como yo.
Como si estuviese leyéndome la mente, se disculpa para ir al baño y darme el tiempo justo para contarte por encima lo ocurrido hace fuera. Tú, alucinado y triste al mismo tiempo, te llevas las manos a la cabeza y vuelves a agarrarme fuerte, preguntando si estoy bien o si prefiero irme a casa. Te dejo más tranquilo con una mirada penetrante y una respuesta sincera.
Ella vuelve, terminamos los postres y le invitamos a subir hasta nuestra casa. Es un chalecito precioso, de piedra, en lo alto de la ciudad, con un pequeño jardín que desprende frescura una vez baja el sol y que tiene las mejores vistas de la bahía.
Cuando llegamos a la verja, empiezo a preguntarme por qué la hemos llevado hasta allí. No tenemos nada para ofrecerle y la conversación parecía haber tocado techo con los últimos bocados. Supongo que, entre la comodidad y la cortesía, era la salida más fácil, pero ahora empiezo a estar nerviosa.
Tras entrar, ella enseguida se dirige a una de las hamacas del jardincito. Nos felicita por nuestra buena elección mientras abre su bolso. Para nuestra sorpresa, había pedido al dueño del restaurante una botella extra de vino para compartirla con nosotros, al ofrecerle alargar la velada. Voy a la cocina a por unas copas, mientras tú le agradeces el gesto, todavía algo extrañado y suspicaz.
Al volver, ella las llena con soltura y me ofrece otro de sus cigarrillos. Lo acepto mirándote de reojo; ella se ofrece a encendérmelo a una distancia que, sin las copas de vino previas, me habría incomodado. Doy la primera calada, con fuerza, para asegurarme de que está bien prendido. En cuanto termino de exhalar todo el humo, noto sus dedos en mi mejilla. Dos segundos después, me da un beso tierno y un abrazo.
Te mira, a modo de permiso, pero sin esperar una respuesta. Yo estoy abrumada, achispada y algo ida, así que me dejo hacer. Al abrazo le siguen más caricias y más besos, mientras terminamos de fumar. Los besos, como el ambiente, son cada vez más intensos y húmedos.