Tres kilos y un colchón

Te huelo el pelo. Te escucho respirar. Pego mi frente a tu maraña de pelo, a la altura de donde creo que estará tu frente. Paso un brazo por encima de ti y entonces lo veo; me veo.
Veo perfectamente tu cuerpecito de medio metro a mi lado; recuerdo tus escasos 3 kilos que no hundían el colchón.
Siento la paz, se van las ganas de desaparecer.
Siento el tiempo transcurrido, mido cada centímetro y kilo que has ido ganando. Pienso en cómo esos años también han ido marcándose en mí.
Pero, durante ese maravilloso momento, todo me da igual. Todo compensa, vale la pena. Repetiría ese todo una y mil veces; porque no hay nada mínimamente comparable.
Gracias, mi vida, por ponerme en mi sitio. Por darme la perspectiva y arrancarme las ganas de ese lugar tan oscuro en el que las tenía secuestradas.
Ni tú ni yo somos perfectas. But this love is real blind. Nadie como tú. Ningún amor como este.
Descansa, amor, ya no hay monstruos aquí. Solo estamos tú y yo.

SU SUEÑO

Ha sido un día largo. De los que parecen lunes lluviosos. Ha sido un no-lunes de más gritos que abrazos, de más guerras de las necesarias. Ha sido una jornada de reflexión desagradable, en la que la conclusión es un enorme sentimiento de culpa e incapacidad.

Pero está llegando a su fin. Sin saber cómo, hemos sobrevivido. Estamos en la cama; un cuerpo desparramado, en un lado, y yo, en la otra esquinita, contemplándolo. Le ha costado dormirse más de lo normal, aunque ahora su sueño ya empieza a ser profundo.

Sigo mirando, encogida y embobada, cómo su pecho sube y baja rítmicamente. Pienso en lo inconsciente que es de su existencia. En que, muchas veces, no puedo perdonarle que no sepa que la vida adulta va más allá de la constante atención a sus estados cambiantes. Siento que no valora el esfuerzo que supone una dedicación completa a su bienestar. No me reconozco en lo que se supone que debería ser: responsable, ordenada, metódica. Me encuentro en un caos provocado por y para ese cuerpo tendido a mi lado.

Hasta que, de repente, escucho esa respiración, más alta de lo que cabría esperar, también rítmica. Al son de su pecho, mis ojos suben y bajan proporcionándome el placer más absoluto que he experimentado jamás. Ese yin yang con patas me echa de mi cama, pero yo solo puedo sentir auténtica paz. Ahora da igual todo lo malo que hayamos hecho a lo largo del día. Incluso da igual todo lo malo que hayan hecho los demás. Más aún, me olvido de los males del mundo y me dejo llevar por ese pequeño torso.

Me acerco, le acarició la mano, le robo un beso de su mejilla caliente y le huelo el pelo.

He probado con alcohol y con todas las medicaciones posibles; nada es comparable a este chute de relajación. No me hacen falta el yoga o la meditación. Este es mi momento de tranquilidad, de conectar con quien soy en realidad, sin dejarme llevar por la presión de las rutinas asesinas.

Solo veo su cuerpo, solo huelo su cabello, solo escucho su respiración, solo toco su mano.

Pensar en sus sueños mientras observo todas sus muecas inconscientes es mi mindfulness particular. Es ese recuerdo de su gesto tranquilo el que me dará fuerzas para sobrellevar todas las guerras de mañana. El del olor de su pelo lo que me hará desconectar cuando la rabia me inunde. El de su tacto suave lo que me devolverá la sonrisa en los momentos tristes.

Es mi cura y mi descanso. Verle dormir es mi momento de paz. Quizás el único al cabo del día, pero el que se repite, en semanas alternas, alrededor de las nueve y media de la noche.

Es mi cura y mi descanso hoy. Los de mañana tendré que lograrlos sin su ayuda.

Hasta dentro de una semana, mi vida.

TÚ NO LO SABES, PERO ESTÁS AQUÍ

Tu ropa limpia lleva doblada desde las cuatro de la tarde, pero no he querido entrar en tu cuarto a guardarla en su sitio. 

He cenado con el volumen de la televisión al mínimo, lo justo para enterarme de qué estaba viendo exactamente.

Casi a la misma hora, he cerrado la puerta de la cocina a cal y canto para que no se oyera el centrifugado de la lavadora.

He ido al baño y he hecho pis a oscuras, sin tirar de la cadena. 

Me he venido a la cama y he estado esperando un rato antes de ponerme a escribir, por si mi tecleo, a veces un poco compulsivo, era demasiado fuerte. 

Acabo de pasar por la cocina, para asegurarme de que había galletas suficientes y terminar de fregar las tazas favoritas de desayuno. Con la puerta cerrada, por supuesto, porque el centrifugado estaba en su clímax.

Y al volver a mi cuarto, he visto que la luz de tu lamparita estaba apagada. Qué despiste… La he encendido; en naranja, como a ti te gusta. Pero cuando he ido a tu cama a darte ese beso que tanto necesito para conciliar el sueño, no estabas. 

No has estado en todo el día. No has estado aquí en días. Y no me hago a la idea. No quiero hacerme a la idea. La gente lo supera y sigue con su vida. Yo me niego.

Quiero mi beso, tu olor y tu presencia. Quiero que me saques de quicio y me des los mejores abrazos del mundo mundial. Solo tú puedes curarme. Solo tú puedes salvarme. Pero TÚ, mi vida, no estás. 

EL PUEBLO

Alfalfa, trigo, alfalfa, trigo, alfalfa, alfalfa, barbecho, trigo. Gira la cabeza; trigo, trigo, alfalfa, barbecho, alfalfa, alfalfa, alfalfa, ¡girasoles!

-Amatxu, ¡por fin he visto he visto gisaroles! ¿Entonces paramos ya para coger uno y comer las pipas? Bueno, después de meterlas en la cazuela.

-Con ponerlas en una sartén es suficiente, cariño. Ahora no podemos parar, primero tenemos que llegar al pueblo. Pero te prometo que vamos a ir con la bici a coger uno o dos. ¡Sin que se entere nadie, eh!

Subo un grado el aire acondicionado. Parece que, cuanto más nos acercamos, más afloja el calor. Ahora soy yo quien gira la cabeza, con cuidado, de lado a lado: alfalfa, trigo y, para mi sorpresa, efectivamente cada vez más girasoles. Ya estamos con las subvenciones, supongo.

-Amatxu, ¿qué más vamos a hacer? ¿Coger otros girasoles?

-Pues… supongo que podríamos pescar renacuajos, incluso cangrejos –respondo algo escéptica-. Hacer barbacoas, jugar al fútbol, bailar en las fiestas… No sé, mi vida, lo que queramos. 

-Qué guay, mami. ¡Y qué emocionante! Entonces, ¿de verdad que vamos a estar todos juntos en la misma casa?

-Sí, cariño, así que te tienes que portar muy bien, ¿vale? Por favor.

-Vale… un poquito bien, te lo prometo. Te quiero mucho, amatxu, eres la mejora.

Mientras me derrito de amor conduciendo los últimos kilómetros, viendo su carita sonriente y curiosa por el retrovisor, repaso la conversación que acabamos de tener. Podemos hacer lo que queramos. ¿Desde cuándo puedo hacer yo eso en el pueblo? Es innegable que en ningún lugar como allí (ya aquí) hemos tenido tanta libertad desde tan niños, pero <<lo que queramos>> nunca había sido una opción válida.

Supongo que la emancipación conlleva estas cosas, pero entre las (pre)ocupaciones, los placeres y los sempiternos mensajes de cautela, no había sido consciente, hasta ese momento, de mi plena libertad.

Ahora tengo otro tipo de ataduras, que ven gisaroles y derriten el alma. Pero incluso así… ¿qué voy hacer? Perdí la cuenta de los enfados y broncas que sufrí hace un par de décadas por todo lo que no me dejaban hacer. Qué frustración, qué rabia… ¡qué adolescencia! Y a pesar de las prohibiciones, aquí aprendí, crecí y experimenté como casi en ningún otro lugar del planeta.

Y es en ese preciso momento cuando me doy cuenta de que eso es justo lo que quiero hacer. Se lo acabo de decir, ¿por qué no me lo he creído la primera vez? Quiero ver cómo ella aprende, crece y experimenta en este lugar, mientras yo la ayudo y observo, como otros hicieron conmigo en el pasado. Esa es mi libertad ahora; ya no invierto mi tiempo en rabietas, peticiones imposibles, descubrimientos a escondidas y miles de kilómetros en bicicleta. Ahora aprenderé a enfrentarme a todo ello, a disfrutarlo también desde la barrera. Creceré tratando de manejar esas situaciones. Y experimentaré mi maternidad de una manera diferente, una suerte de reto ensayo-error.

Así que seguiré mirando los girasoles, tratando de pescar, explorando a dos ruedas… Seguiré haciendo lo que siempre hacía, lo que en el fondo siempre he querido: disfrutar de este paraíso sin cobertura. Ahora no solo a través de mis ojos, sino también con las gafas de una niñez valiente, curiosa y llena de energía.

-Amatxu, ¡me acuerdo! ¡Esta es nuestra casa! ¿Hemos llegado ya?

-¡Sí, ya estamos aquí! -contesto con la mente aún en mi limbo.

– No hace falta que te pongas las zapatillas, ahí está aitite. Te va a coger de un achuchón, así que tranquila.

-Ay, mami, ¡no me lo puedo creer! Aparca ya, por favooooor…

Hemos llegado. Al PUEBLO. Respiro profundo al salir del coche y estirarme, con una inhalación que me recuerda el porqué de mis dos últimos tatuajes. Un verano más entre girasoles. Y que no sea el último, por favooooor…