Tres kilos y un colchón

Te huelo el pelo. Te escucho respirar. Pego mi frente a tu maraña de pelo, a la altura de donde creo que estará tu frente. Paso un brazo por encima de ti y entonces lo veo; me veo.
Veo perfectamente tu cuerpecito de medio metro a mi lado; recuerdo tus escasos 3 kilos que no hundían el colchón.
Siento la paz, se van las ganas de desaparecer.
Siento el tiempo transcurrido, mido cada centímetro y kilo que has ido ganando. Pienso en cómo esos años también han ido marcándose en mí.
Pero, durante ese maravilloso momento, todo me da igual. Todo compensa, vale la pena. Repetiría ese todo una y mil veces; porque no hay nada mínimamente comparable.
Gracias, mi vida, por ponerme en mi sitio. Por darme la perspectiva y arrancarme las ganas de ese lugar tan oscuro en el que las tenía secuestradas.
Ni tú ni yo somos perfectas. But this love is real blind. Nadie como tú. Ningún amor como este.
Descansa, amor, ya no hay monstruos aquí. Solo estamos tú y yo.

NO ME DIGAS QUE ME QUIERES

No me digas que me quieres si no me lo demuestras. Si no me hablas ni te expresas en mi presencia.

No me digas que me quieres si no muestras emoción alguna. Ni por mí ni ante mí. Ni por nadie ni ante nadie.

No me digas que me quieres si reprimes todo sentimiento. Si no provoco en ti alegría ni tristeza; solo enfado y desasosiego.

No me digas que me quieres si observas impertérrito cómo me machacan. Sin luchar por mí, por ti o por tus supuestos sentimientos.

No me digas que me quieres si no negocias conmigo cómo encontrar nuestra felicidad. Si decides por los dos para que todo termine truncándose.

No me digas que me quieres si nunca te he sentado bien. Si nunca te he dejado ser quien realmente eres y quieres ser.

No me digas que me quieres si soy tu freno. Una piedra en tu camino que no te permite ser tú mismo.

No me digas que me quieres si huyes y te alejas cuando más te necesito.


No me digas que me quieres porque, en realidad, nunca me has querido.

No me digas nada porque duele.

SU SUEÑO

Ha sido un día largo. De los que parecen lunes lluviosos. Ha sido un no-lunes de más gritos que abrazos, de más guerras de las necesarias. Ha sido una jornada de reflexión desagradable, en la que la conclusión es un enorme sentimiento de culpa e incapacidad.

Pero está llegando a su fin. Sin saber cómo, hemos sobrevivido. Estamos en la cama; un cuerpo desparramado, en un lado, y yo, en la otra esquinita, contemplándolo. Le ha costado dormirse más de lo normal, aunque ahora su sueño ya empieza a ser profundo.

Sigo mirando, encogida y embobada, cómo su pecho sube y baja rítmicamente. Pienso en lo inconsciente que es de su existencia. En que, muchas veces, no puedo perdonarle que no sepa que la vida adulta va más allá de la constante atención a sus estados cambiantes. Siento que no valora el esfuerzo que supone una dedicación completa a su bienestar. No me reconozco en lo que se supone que debería ser: responsable, ordenada, metódica. Me encuentro en un caos provocado por y para ese cuerpo tendido a mi lado.

Hasta que, de repente, escucho esa respiración, más alta de lo que cabría esperar, también rítmica. Al son de su pecho, mis ojos suben y bajan proporcionándome el placer más absoluto que he experimentado jamás. Ese yin yang con patas me echa de mi cama, pero yo solo puedo sentir auténtica paz. Ahora da igual todo lo malo que hayamos hecho a lo largo del día. Incluso da igual todo lo malo que hayan hecho los demás. Más aún, me olvido de los males del mundo y me dejo llevar por ese pequeño torso.

Me acerco, le acarició la mano, le robo un beso de su mejilla caliente y le huelo el pelo.

He probado con alcohol y con todas las medicaciones posibles; nada es comparable a este chute de relajación. No me hacen falta el yoga o la meditación. Este es mi momento de tranquilidad, de conectar con quien soy en realidad, sin dejarme llevar por la presión de las rutinas asesinas.

Solo veo su cuerpo, solo huelo su cabello, solo escucho su respiración, solo toco su mano.

Pensar en sus sueños mientras observo todas sus muecas inconscientes es mi mindfulness particular. Es ese recuerdo de su gesto tranquilo el que me dará fuerzas para sobrellevar todas las guerras de mañana. El del olor de su pelo lo que me hará desconectar cuando la rabia me inunde. El de su tacto suave lo que me devolverá la sonrisa en los momentos tristes.

Es mi cura y mi descanso. Verle dormir es mi momento de paz. Quizás el único al cabo del día, pero el que se repite, en semanas alternas, alrededor de las nueve y media de la noche.

Es mi cura y mi descanso hoy. Los de mañana tendré que lograrlos sin su ayuda.

Hasta dentro de una semana, mi vida.

MIS AMISTADES PELIGROSAS

No sé cómo de sencillo o placentero me resulta escribir sobre la amistad. Para mí, nunca ha sido fácil. Explico por qué.

Creo que la sociedad, en general, y las mujeres, en particular, hemos sido educadas en una falsa idea de amistad ideal. Al igual que el amor romántico, este tipo de relaciones se nos han insertado en el cerebro desde la más tierna infancia. Todos debemos tener amigos, a nadie le gusta estar solo. Son casi como familia y, si eres mujer, deberás tener una mejor amiga para toda la vida. Lo seréis para siempre; te casas con ella por siempre jamás.

Casualmente, vivo en Euskadi, por lo que, además de todo lo anterior, he de lidiar con el concepto cuadrilla: grupo de amigos o amigas -nunca mixtos- que se reúnen para potear (ir de cañas), comer o salir de fiesta.

Honestamente, nunca he tenido una. Nunca he querido tenerla. Así que reconozco que hablo desde la absoluta falta de experiencia directa. Pero lo que veo desde fuera son grupos homogéneos que hacen lo mismo, los mismos días, a las mismas horas y con la misma gente, en un régimen semanal. Se crean, generalmente, en el colegio o instituto y, una vez definida, nadie entra ni sale.

Se mueven poco, beben y comen mucho y, en muchas ocasiones, ni se conocen ni se comunican en profundidad. Fuera de su cuadrilla, todos tienen otros amigos para confidencias o planes alternativos.

[Es mi visión, lo sé. Pero la he de plasmar porque es como la siento y lo que explica gran parte del pensamiento sobre la amistad que me gustaría exponer aquí.]

Me gustaría centrarme, sin embargo, en mi situación como mujer (vasca). A día de hoy, no tengo cuadrilla ni grupo de amigos definido. Tampoco creo que tenga una mejor amiga. La sociedad me dice que me sienta culpable. Debería tener un alma gemela no romántica con quien desahogarme y que acuda a mí siempre que lo necesite. Con quien cotillear, emborracharte, ir de compras, confesar tus idas de olla, consolarte… y el largo etcétera que todas conocemos. Todo eso. Con una sola persona. Yo no lo hago. O creía que lo hacía pero no. O no lo he hecho al 50-50. O en algún momento, consciente o inconscientemente dejé de hacerlo. Sea como sea, ni siento ni creo tener una mejor amiga. Y me siento bien con ello, pero parece que el resto del mundo no.

Ahora, además, estoy divorciada. Así que: ¿en qué mundo vivo? ¿No me siento sola? ¿Qué se supone que hago con mi tiempo libre?

La mayor parte de las veces, no sé lo que hago. O no quiero hacer nada. O pienso que quiero, pero al final no me atrevo o no tengo suficientes ganas. Lo que sí sé es lo que no quiero: tener que relacionarme siempre con las mismas personas y de la misma manera. Podría escribir cientos de páginas sobre esto (que, a petición popular, haría encantada), pero me parece tan simple como que las personas somos seres vivos, cambiantes; con sentimientos que van mutando y evolucionando, poco a poco o abruptamente. Quien antes compartía todos tus gustos y opiniones se ha llegado a convertir en enemigo, o tal vez lo seas tú para él. Quien un día te hacía reír a carcajadas ha terminado por darte un poco de vergüenza ajena en ciertas situaciones. Quizás ya no te sientes tan cómoda acudiendo siempre a esa persona que tenía buenos consejos para ti, la que mejor te conocía e iba marcando tu camino cuando surgían dudas. O quizás tú ya no puedas o quieras serlo para ese mismo alguien. Puede que quien un día te adoró ahora te odie, sin que sepas por qué.

¿Qué hacemos con semejante batiburrillo emocional? ¿Que hacemos cuando, además, no tenemos control sobre ello? ¿Cómo gestionamos esos sentimientos? Porque, por supuesto, todo lo anterior produce angustia, desánimo, cansancio, etc.

Personalmente, doy las gracias cada día por no haber sucumbido a este convencionalismo. Y me encantaría que no se tomara como pedantería, porque aseguro que he sufrido y sufro mucho por haberme fijado este propósito. Y no, no me creo ninguna loca. ¿De verdad no resulta mucho más interesante conocer gente nueva que vaya aportando más y más cosas a nuestra vida? ¿No aburre hacer siempre lo mismo? ¿Se está siempre en el mismo estado o igual de cómodo con las mismas personas?

A mí, según el día, me apetece hablar con X persona(s); otros días, con Y; muchos días, con nadie. De la misma manera, no siempre tengo humor para escuchar ciertas conversaciones. Sé que esto puede sonar muy egoísta, pero es que estoy convencida de que habrá alguien que pueda prestar más atención y ayudar mejor que yo. Hay momentos vitales duros, en los que te acercas o alejas de ciertas personas, simplemente porque el destino lo marca así. También tenemos discusiones que pueden llegar tan lejos como para forzar una separación, temporal o definitiva. Podemos aburrirnos, hartarnos o cambiar. Todos cambiamos; constantemente.

En el último año y medio, mi vida ha dado un vuelco. He apartado y atraído a diferentes personas. He hecho pruebas para constatar quién podía ayudarme más y a quiénes les estaba haciendo más daño. El resultado es que me encuentro mucho más cómoda con mis relaciones, como he dicho antes. Pero también soy consciente del daño y la incomprensión que he podido provocar. Desde aquí pido, humildemente, disculpas, por haber limitado a personas o haber roto mi relación con ellas, sin haber recibido la explicación o el resultado que quisieran.

Por suerte, creo que nada es irreversible y que todos terminamos por encontrarnos de nuevo en algún punto del camino. He descubierto nuevas almas libres, que han alegrado momentos más difíciles de lo que aparentaban. He tenido reencuentros y rechazos. Y todo eso me hace sentir viva, me ayuda ver que la vida fluye y que las personas fluimos con ella.

Me gustaría que contasen conmigo como a mí me gustaría poder contar con todos a quienes llamo amigos: siempre que se necesite, pero no siempre por necesidad.

Ojalá algún día se acepte y se entienda. O, mejor dicho, ojalá algún día todo el mundo actúe como yo -que, en el fondo, es lo que a todos nos gustaría.

A mi hermana, a Íñigo, a Marta, a Eneko, a Inés, a Andrea, a Sara… (y todos los que me dejo por el camino, más o menos cercanos, pero amigos al fin y al cabo). A todas quiero por igual. A todas he acudido, acudo y acudiré; y todas podrán encontrarme siempre que lo deseen.

Nuestro tiempo es limitado y, por ende, valiosísimo. Disfrutémoslo con quien queramos, cuando podamos. O disfrutémoslo solos. O no lo disfrutemos. Pero, por favor, ¡viva el amor libre, también en la amistado! No más imposiciones ni amorosas ni amistosas; todas ellas son peligrosas.

LA PLAYA

No sé si será por este calor o por las ganas que tengo de escapar de aquí pero, según se me han cerrado los ojos, he podido soñar con ese mar.

Sobre las cinco de la tarde, el sol empieza a bajar y ya no baña toda la pequeña playa de piedra, a unos cuantos escalones bajo nuestra casa. Yo ya estoy en bikini y preparada para meterme en el agua. Tú te haces el remolón y, aunque también sin camiseta, optas por buscar los mejores ángulos para capturar tanta belleza y encontrar algún rincón especial.

Entro en el agua, mi medio… Es perfecta: cristalina, templada y llena de vida. Nado y nado, y me zambullo de vez en cuando. Pero es difícil ver nada sin unas míseras gafas. Cuado salgo del agua, haciendo equilibrios entre las piedras y con una cara de frustración evidente, me cruzo con unos ojos que se dirigen directamente a mí, acompañados de un dulce saludo en inglés.

Qué sonrisa… Es una chica jóven, con unas gafas de buceo en la mano. Creo que me las está ofreciendo, pero no puedo entenderla bien porque aún tengo agua en los oídos. Cuando consigo recomponerme un poco, le pido disculpas y me presento. Tras cuatro preguntas de cortesía y de situación mutua, me ofrece las gafas y me dice que disfrute. No puedo estarle más agradecida. Le señalo dónde estás y le doy las gracias mil veces. En menos de veinte minutos estaré fuera para devolverle las lentes; prometido.

Como la sirena que nunca seré, disfruto de un impresionante submundo que dejaría sin palabras a cualquiera. Vuelvo a salir del agua con las manos arrugadas y busco a mi chica. La veo a lo lejos, donde la playa empieza a convertirse en mera costa, hablando animadamente contigo. Según llego, siento algo muy especial. Como si os conocieseis, nos conociéramos, de toda la vida. Le entrego las gafas y le doy las gracias una vez más. Le digo lo increíble que ha sido y que no voy a olvidar ese favor jamás. Ella se ruboriza y contesta que no es para tanto y que se alegra muchísimo.

Le hablamos algo más de nosotros, de dónde estamos alojados y de cómo hemos terminado allí. Ella nos resume su historia también: viaja sola, aunque no es su primera vez allí. Su abuelo nació en esa zona y, cada 4 o 5 años, va a <<conectar con sus raíces y disfrutar de ese exotismo>>. Mientras habla, yo solo puedo pensar en lo exótica que es ella; incapaz de adivinar sus orígenes, sólo logro confirmar que es estadounidense por su marcado acento del medio oeste.

Pensábamos pasar una velada romántica más en ese paraíso, pero es tan encantadora que decidimos proponerle una cena juntos, en cualquier sitio interesante que ella seguro que conoce. Acepta al momento y con agrado; intercambiamos móviles y nos despedimos con un sutil mariposeo en los tres estómagos.

Desde la ducha, te pregunto qué te ha parecido. Tú contestas positiva pero escuetamente, mientras que yo suelto una parrafada sobre lo increíblemente guapa, interesante y simpática que es, sobre las ganas que tengo de compartir esa cena con ella y averiguar más sobre su vida. 

Una vez listos, bajamos una infinidad de escaleras hasta llegar al recogido casco viejo, bullicioso y lleno de vida a esas horas. Y allí está ella esperando. Preciosa, con un sencillo vestido de verano y unas sandalias planas. Yo me miro de arriba abajo y me siento algo avergonzada. Tú lo notas enseguida, como siempre. Me agarras la mano con fuerza y me susurras lo bella que soy. Con esa inyección de seguridad, nos acercamos y nos saludamos. Ella nos señala un pequeño restaurante a pocos metros y nos dirigimos hacia allí. 

Dejamos que ella pida por nosotros, está claro que conoce el lugar. Todo lo que probamos es delicioso, más aún acompañado de ese vino que nos lleva embriagando desde que lo descubrimos. Por fin nos cuenta su historia: es de Wisconsin, tiene 33 años y aún está decidiendo qué hacer con su vida. No obstante, sabe que vive sin problemas, independizada en una buena casa, rodeada de una familia y amistades leales y con un puesto de trabajo por el que muchos mataríamos. 

Con los platos principales ya prácticamente deborados sobre la mesa, le hablamos de nosotros. Ella se interesa especialmente por mí; asegura que puede ver algo en mi mirada que denota culpa o tristeza. 

Una vez más, me agarras la mano con fuerza por debajo de la mesa y me miras fijamente, dándome el empujón que necesito para soltarle toda mi oscuridad a aquella desconocida. Tras hablarle de mi viaje personal, se le cae alguna lágrima, se levanta y se acerca a mi sitio. Para mi sorpresa, reposa su cabeza sobre mis rodillas y rompe a llorar. Intento consolarla acariciándole un pelo precioso; natural pero cuidado, que huele a mar y a coco. 

Unos incómodos minutos después, no más de tres o cuatro, se levanta secándose las lágrimas y nos pide disculpas. Sale un momento a fumar y decido seguirla, rogándote una condescendencia ya preconcedida con la mirada.  

Le pido un cigarrillo, aunque hace meses que no fumo. Pero este es uno de esos pitillos que aspiras por solidaridad, de esos que sirven para acercarte al otro pecador y también para reconectarte contigo misma. De repente, y casi sin haber cruzado palabra tras más de 10 caladas, me dice que a ella también la violaron. Que tardó mucho en superarlo, que no sabe si aún lo ha hecho. Y que, desde entonces, empezó a tener relaciones con mujeres que le han causado muchos quebraderos de cabeza a lo largo de estos años. Me ve la cara de sorpresa y enseguida me calma asegurándome que ahora está bien; escuchar mi historia le ha removido, pero ella ya ha aceptado su bisexualidad y conseguido perdonarse. A él, dice orgullosa, nunca.

Le doy el abrazo más sincero y espontáneo que he dado nunca, y volvemos a entrar hablando de la paciencia que has de tener con alguien como yo.

Como si estuviese leyéndome la mente, se disculpa para ir al baño y darme el tiempo justo para contarte por encima lo ocurrido hace fuera. Tú, alucinado y triste al mismo tiempo, te llevas las manos a la cabeza y vuelves a agarrarme fuerte, preguntando si estoy bien o si prefiero irme a casa. Te dejo más tranquilo con una mirada penetrante y una respuesta sincera. 

Ella vuelve, terminamos los postres y le invitamos a subir hasta nuestra casa. Es un chalecito precioso, de piedra, en lo alto de la ciudad, con un pequeño jardín que desprende frescura una vez baja el sol y que tiene las mejores vistas de la bahía. 

Cuando llegamos a la verja, empiezo a preguntarme por qué la hemos llevado hasta allí. No tenemos nada para ofrecerle y la conversación parecía haber tocado techo con los últimos bocados. Supongo que, entre la comodidad y la cortesía, era la salida más fácil, pero ahora empiezo a estar nerviosa. 

Tras entrar, ella enseguida se dirige a una de las hamacas del jardincito. Nos felicita por nuestra buena elección mientras abre su bolso. Para nuestra sorpresa, había pedido al dueño del restaurante una botella extra de vino para compartirla con nosotros, al ofrecerle alargar la velada. Voy a la cocina a por unas copas, mientras tú le agradeces el gesto, todavía algo extrañado y suspicaz. 

Al volver, ella las llena con soltura y me ofrece otro de sus cigarrillos. Lo acepto mirándote de reojo; ella se ofrece a encendérmelo a una distancia que, sin las copas de vino previas, me habría incomodado. Doy la primera calada, con fuerza, para asegurarme de que está bien prendido. En cuanto termino de exhalar todo el humo, noto sus dedos en mi mejilla. Dos segundos después, me da un beso tierno y un abrazo.

Te mira, a modo de permiso, pero sin esperar una respuesta. Yo estoy abrumada, achispada y algo ida, así que me dejo hacer. Al abrazo le siguen más caricias y más besos, mientras terminamos de fumar. Los besos, como el ambiente, son cada vez más intensos y húmedos.

EMOTIONAL NEGLECT

Eres una persona sociable. Tienes amigos, amigas. Necesitas expresar tus sentimientos y preocupaciones. Pero, últimamente, o cada vez más a menudo, te encuentras en medio de discusiones con tu pareja que no llevan a ninguna parte. Algunos conflictos son inevitables en cualquier relación, pero la forma de lidiar con ellos puede, directamente, reforzarla dicha relación, mantenerla o destrozarla por completo.

¿Qué falla? Respuesta número uno y de suma importancia: TÚ, NO. O no siempre y por defecto. Afortunadamente, los psicólogos empiezan a reconocer y tratar lo que se conoce como emotional neglect, en todos sus espectros. Suena hasta bonito (supongo que por el emotional…), pero básicamente se traduce en una inacción patológica; es decir, cuando alguien es incapaz de atender adecuadamente las necesidades emocionales de las personas a su alrededor y, más concretamente, de su pareja.

¿No responde a tus mensajes en tres o cuatro horas? ¿No te pregunta qué tal tu día? ¿Habla sólo de su trabajo, o sencillamente ni habla? ¿Evita el conflicto y, cuando ya es inevitable, es incapaz de expresar sus sentimientos? En otras ocasiones, ¿opta por el silencio como única respuesta? ¿Cada vez necesita más espacio personal? ¿Comparte menos su vida?

Tú confías cada vez más en otras personas y acudes a ellas para rellenar esos vacíos emocionales, te sientes sola en tu relación y más cómoda entre otras personas. Buscas espacios propios en los que no participe tu pareja, sin saber muy bien qué espera ella de ti.

Empiezas a desconfiar de él o ella, y a sentir desapego también de otros grupos. Reprimes tus sentimientos, no consigues lidiar como antes con el estrés y los conflictos. Ya no te sientes tú misma con tu pareja. Te frustras, te hartas de buscar soluciones para acabar con esa dinámica. No eres feliz en tu relación.

El abandono, el silencio y el rechazo duelen, siempre. Y sí, lamentablemente, son una forma de abuso o maltrato más. Sutil, menos dañina a corto plazo. Pero también más difícil de detectar, de entender y de corregir. Cuando se descuida a alguien, se envía un mensaje totalmente destructivo: ni se le valora ni se le aprecia lo suficiente.

No permitas que acabe con tu autoestima, tu alegría y, a poder ser, tampoco con tu relación.

La comunicación es la luz que permite que toda relación siga encendida; sin ella, se enfría y se termina apagando.